EL LENGUAJE
DE LA PIEL
El tacto nos contiene.
Nos da un límite, una forma, una frontera entre el adentro y el afuera.
Es el sentido más amplio que tenemos… y sin embargo, ¿cuántas veces lo cuidamos de verdad?
Hace unos meses estuve en un ashram en plena selva.
No será la última vez que hable de ese lugar por aquí.
Era hermoso, lleno de magia. Un santuario de yoga, rodeado de verde, canto y silencio.
Pero también húmedo, vivo, lleno de bichitos, con un ritmo frenético.
Pasaban tantas cosas en tan poco tiempo, que era difícil integrar lo vivido.
En medio de esa experiencia… me brotó la piel.
Primero fueron pequeñas zonas. Luego se volvió intenso: picor, ardor, inflamación.
No solo era física la incomodidad —también emocional.
Lo cuidé con lo que tenía a mano. Varias personas, con amor y algo de alarma, me decían que podían ser los gatos, la humedad, el agua, los insectos.
Y claro… podría haber sido todo eso.
Pero yo sabía que no.
Sentía dentro que no era externo. Que algo emocional necesitaba espacio.
No tenía claro qué era. No podía ponerle nombre. Pero mi cuerpo hablaba.
Usé mis recursos internos, confié en el Ayurveda, respiré, observé.
A veces parecía mejorar… y al día siguiente, empeoraba.
Y yo, que sabía que aquello venía de adentro, no encontraba forma de expresarlo.
Estaba en la selva creyendo, con esperanza y algo de ingenuidad, que podía curarme de lo que ni siquiera sabía qué tenía.
Me estaba sosteniendo, sí… pero como podía.
En un lugar donde se movía de todo emocionalmente, y donde, al menos para mí, no había tiempo real para procesar ni integrar nada.
Y ojo, esto es importante:
a veces creemos que lo sabemos porque lo pensamos.
Pero no es lo mismo “saber” algo desde la mente, que integrarlo desde el cuerpo.
Yo lo sabía, sí. Pero todavía no lo había habitado.
Y ese desfase —entre lo que el cuerpo me decía y a lo que no podía darle espacio— se volvió insostenible.
Y lo más complejo es que… no quería irme.
Mi deseo era quedarme en ese lugar.
Pero mientras mi mente sostenía ese deseo, mi cuerpo ya no podía más.
Una mañana me quebré.
Ya no podía seguir así.
Salí de ese lugar con el corazón en la mano.
Volví a casa.
Y lo primero que hice fue pedir una cita con la dermatóloga.
Para mi sorpresa, lo que vino fue mucho más que un diagnóstico.
Me miró. Me escuchó.
Y me contó que tenía exactamente lo mismo que yo.
La piel se inflama, aparece el ardor, el picor, porque algo no está siendo atendido.
Y no hablo de comprenderlo todo.
Y ahí, mientras hablaba, algo dentro mío hizo clic.
Sí, mi piel me había mandado señales durante años.
Y sí, muchas veces había logrado gestionarlo, con sus más y sus menos.
Por eso quizás nunca había llegado a ese punto tan evidente.
¿Por qué ahora sí?
No lo sé del todo.
Lo que sí puedo decir es que, en cuanto ella me nombró que lo que tenía estaba directamente vinculado con el sistema nervioso y la gestión emocional… algo dentro se acomodó.
En los días siguientes no hice nada mágico.
Lloré, descansé, paré.
Me permití sentir todo lo que —por el motivo que fuera— no había podido darle un lugar allá.
Y eso, que parece tan simple, no siempre es cómodo.
Una semana después volví a la revisión.
Y no quedaba rastro de nada.
La dermatóloga fue clara: la rapidez de mi recuperación no fue solo por el tratamiento.
Era evidente la gestión emocional.
Y parte de ese proceso —y de poder sostener lo que me estaba pasando—
fue tener un sistema nervioso más flexible.
Poder desregularme, sí… pero también volver.
No desde el control, sino desde el sostén interno.
Eso fue lo que realmente marcó la diferencia.
Hoy sigo escuchando mi piel.
Porque muchas veces… es ella la que habla primero.
Un gran abrazo,
Lily.
Precioso escrito Lili, me ha hecho reflexionar mucho.
Un abrazo,
Solana
Gracias por leerme y por tu mensaje. Un abrazo